Aparezco por aquí de vez en cuando y probablemente os asuste. La continuidad, la regularidad y la homogeneidad hacen gala de su ausencia por aquí y yo tampoco las invito a que vengan porque no suelen caerme bien. O yo a ellas. Anyway.

lunes, 27 de febrero de 2017

Pinceles - o cómo el quedar segunda nunca había sentado tan bien -.

Hace un año y pico me presenté por primera vez a los premios Géminis de Narrativa y logré el tercer premio por La chica volátil, relato que ya publiqué en este blog por aquellas fechas. Este año - o mejor dicho, el anterior, ya que fue en 2016 - volví a apurar los plazos para presentar un cachito de mí a este concurso que, como me siento muy orgullosa de contar, se consideró digno de merecer el segundo premio de mi categoría. Que alguien se emocionara con mi relato lo suficiente como para considerarlo merecedor de tal honor es algo que me fascina y me llena de una alegría inmensa. He decidido, así como hice con la chica volátil, compartirlo.

De nada y gracias.

PINCELES



Érase una vez un entierro.



Como todos sabemos, las historias no comienzan así; empiezan con un principio, nunca con un final, pues la mayoría se plantearía que para qué leerla entonces si ya conocemos las últimas frases.



Érase una vez una lápida.



Era un día gris de noviembre, y llovía. Como si el mundo hubiera decidido dar un toque teatral al suceso, las gotas repiqueteaban en el cristal de los coches del cementerio, llenando sus capós de tierra. Aún no era tarde, pero el sol ya había desaparecido del cielo. Una neblina gris y etérea inundaba el aire, impregnándolo de un toque fantasmal. Hacía un tiempo precioso para un entierro.



Érase una vez una tumba.



No debería haber sido así, pero lo era. Que el mundo es injusto es algo que todos sabemos aunque nos guste ignorar deliberadamente.



Érase una vez una historia.







Elías tenía quince años cuando la conoció.



Margaret trabajaba en la tienda de sus padres y llevaba un delantal manchado de pintura. Los rizos cobrizos le caían sobre la cara, rebeldes, aunque intentaba apartarlos anudándose un pañuelo en la cabeza. La ayuda que prestaba a su padre era su excusa para vestirse con un remendado mono de pintor repleto de manchas, con un pequeño bolsillo a la altura de la cadera que ella usaba para guardar algún que otro pincel. Siempre llevaba uno consigo, aunque sólo fuera a comprar el pan; cuando necesitaba tranquilizarse pasaba los dedos por encima de las cerdas, una y otra vez, de forma rítmica y constante, hasta que le parecía haber cubierto la ansiedad en quiméricos trazos de pintura. Aquel día el pincel era pequeño, desgastado; había adquirido un color amarillo a causa del uso, ya imposible de eliminar, y el mango estaba mordisqueado desde hacía años por unos pequeños dientes de leche. Ahora, aunque ya había cumplido los dieciséis, seguía conservando el hábito de mordisquear la suave madera barnizada cuando nadie la veía.



Él, por el contrario, jamás había tenido la oportunidad de tocar un pincel. Trabajaba en el campo, junto a su padre y sus hermanos, y a causa del sol y de la herrumbre sus manos habían adquirido la tosca solidez que caracteriza a quien trabaja la tierra. Desde pequeño, no obstante, había soñado con pintar, empuñar un pincel y describir largos trazos impregnados de pintura. Su mayor tesoro lo guardaba en una lata de galletas, debajo de la cama, en la que guardaba una caja de lápices Alpino y un viejo cuaderno desgastado por el uso. Dibujaba, sí, pero no era lo mismo. Elías soñaba con pintar de verdad, ni siquiera en un lienzo, sino de forma tridimensional y profunda: soñaba, en definitiva, con pintar esculturas. Aquello era, no obstante, un sueño inútil, pues nadie vive de vender figurillas mal pintadas, y él ni siquiera conocía el aguarrás. Pero, aun así, lo sabía. Había sabido que era su sueño desde el mismo momento en que vio, con cinco años, cómo cubrían la fachada del viejo edificio que se veía desde su habitación con un suave color beige. ‘’La casa lleva años destrozada’’, dijo su madre, negando con la cabeza. ‘’Una capa de pintura no arreglará el interior’’.



No obstante, había algo fascinante en la manera en que el pintor deslizaba el rodillo. Una y otra vez, empapado en pintura, rodaba sobre la pared dejando surcos imperceptibles sobre la vieja faz de la casa vecina. Sólo tenía cinco años, pero se imaginó empuñando aquel rodillo y todo cambió.



Diez años después, miraba por el escaparate de aquella fascinante tienda de pintores. Realmente, el negocio de la familia consistía en la pintura a escala de edificios, pero en aquel pequeño recibidor de apenas unos metros cuadrados vendían material de aficionado para los pequeños artistas del pueblo. En su bolsillo derecho reposaba, casi con vida propia, sueldo acumulado desde que había comenzado a trabajar. Unos pequeños ahorros que, de aquí y allá, reunía con esfuerzo soñando con poder entrar a la antigua tienda algún día. Ahora que por fin estaba delante, casi no se atrevía.



Casi.



Antes de darse cuenta – quizá fueron las ganas, quizá la inercia – había abierto la puerta y tenía un pie en el umbral del local. Y luego otro. Y después la puerta se cerró tras de sí. Fue entonces cuando inspiró profundamente, y el olor le invadió las fosas nasales. Olor a pintura, a aguarrás, a viejos pinceles usados y al deje metálico de los botes de pintura de pared. Los colores parecían poder distinguirse sólo a través del olfato; celeste, amarillo, blanco y teja, lavanda y miel, marengo y mostaza. Detrás del mostrador, se apilaban, innumerables, uno encima del otro, monopolizándola pared. Y después, ella, que le sonrió con la certeza del que sabe que quien tiene delante pide, desesperadamente pero sin pronunciar palabra, ayuda.



- Vengo a por pintura para arcilla.



Fueron unas palabras torpes, pronunciadas de improviso, y le pareció que estaban fuera de todo lugar. Aun así, ella no perdió la sonrisa. Él, que se sabía ignorante de aquel mundo que durante tanto tiempo había anhelado, se dejó guiar por Margaret para acabar gastando sus pocas monedas en barniz al agua, dos pinceles impolutos, un bloque de arcilla a modelar y tres botecitos de pintura, todo cuanto su presupuesto le permitía: blanco, negro y – a pesar de la mirada sorprendida de ella – un reluciente amarillo. No fue hasta llegar a casa y vaciar la bolsa que se dio cuenta de que ella, de manera discreta y sin mencionar palabra alguna, había deslizado en la bolsa un botecito marrón junto a trozo de papel doblado, que rezaba ‘’Por si lo necesitas. Margaret.’’



Él no lo comprendió hasta que, cuando empezó a modelar la arcilla, de sus manos surgió una figura humana. De forma inconsciente los brazos comenzaron a estirarse, la cara se alargó y unos toscos rizos enmarcaron el rostro. Poco a poco, la silueta de un viejo mono de pintura comenzó a tomar forma. Era ella, e iba a necesitar el marrón para pintarle la cara. Tardó toda la tarde y toda la noche pero, al final, cuando despuntaba el día, ante él se hallaba una sencilla pero firme figurilla que recordaba vagamente a la hija del pintor.



Hubo muchas más figurillas. Hubo muchos más viajes a la tienda en busca de consejos artísticos, de pinturas y de sonrisas, aunque esto último no se atrevía a pedirlo en voz alta. Un día, deslizó por encima del mostrador la primera figura que había pintado; ella, con un mono de pintor, sosteniendo un botecito gris en la mano.



En las estanterías de su casa hubo muchas más figurillas. Sus primeras navidades, el día en que se casaron, ella frente a un lienzo a medias con el pelo manchado de pintura. Ella junto a una cuna. Una tarta de cumpleaños. Numerosas escenas que se iban sucediendo, una tras otra, y en todas ella. Ella, que después de todo se había convertido en su musa, en el lienzo y en el trazo del pincel. Finalmente ellos dos, de la mano, sentados en sendos sillones el uno al lado del otro.



El día del accidente él conducía el coche. A pesar de sus muchos años, aún conservaba sus reflejos; sin embargo, después no fue capaz de recordar quién había sido el culpable del choque, si él o el Ford que se cruzó de repente.



Todo se volvió oscuro. Recordaba el estruendo, la sensación irreal de ver los cristales estallar a su alrededor y de pronto, nada. Él en un pasillo del hospital, con apenas un par de contusiones. Un médico de uniforme blanco que salió de la habitación en la que había visto entrar a su mujer; parecía hacer siglos de aquello. En estado de desconexión, Elías escuchó ‘’vegetal’’, ‘’lo siento’’, ‘’dos días como mucho’’, ‘’no podemos hacer nada’’, pero nada de eso parecía tener ningún sentido. Sólo cuando entró en la salita y la vio, postrada en la cama, sin expresión alguna, todo cobró sentido de repente. Ella. Inconsciente. Vegetal. Menos de 48 horas.



Margaret iba a morirse.







El entierro fue rápido y limpio; apenas acudieron los conocidos y la familia. Un amplio abanico de claveles y rosas reposaba sobre la lápida fresca, recién esculpida; hubiera resultado precioso de no ser por la lluvia, que ahogó las flores en tierra y tristeza; como debía ser. En trazos simples, con letras capitales, su nombre flotaba como una condena: Elías.



Le habían encontrado muerto aquella misma mañana, apenas 24 horas después del accidente; con los ojos cerrados, sentado en el sillón del hospital, una mano aferrada a la de Margaret y en la otra una figurilla de barro desgastada por el paso del tiempo. A su lado, los restos de las pastillas y un bote vacío de pintura acrílica amarilla. Y después, nada.







Érase una vez una tumba. A lo lejos, en el hospital, el electrocardiógrafo se detuvo, dibujando una línea plana y perfecta.



Érase una vez una tumba. Mañana serían dos.




Gracias a todos los que mantenéis viva la literatura
y a los que nos colmáis de ganas de seguir sobreviviéndola.
Gracias si has llegado hasta aquí.
27/02/17

He vuelto (casi).

Últimamente he estado incumpliendo ese no-pacto conmigo misma de subir periódicamente contenido a este blog pero, juro que es por causas mayores. Lo retomaré en cuanto pueda.

Graacias.