Echo de menos cosas.
No me duele reconocerlo, igual que
no me cuesta aceptar que el cielo es azul o que el frío hiela. No me importa.
Y no me importa porque sé que es
un hecho, y no soy (o trato de no serlo) una persona que se ciña
desesperadamente a excusas que sólo sirven para engañarse a uno mismo. Tampoco
es resignación; es tan simple como aceptar el hecho de que, quieras o no, en la
vida se pierden cosas. Cosas diminutas como un alfiler o tan grandes como el
leve rastro de perfume conocido que a veces aún notas desvanecerse en el aire,
burlándose en un espejismo cruel.
Tenemos que aceptar que las cosas
cambian. Si todo fuera en blanco y negro la vida sería infinitamente más fácil.
Habrían menos suicidas y también menos preocupaciones de las que nunca hemos
tenido. Creedme, la vida sería simple como un anillo (con el permiso de
Neruda).
Pero y qué si tienen que seguir
habiendo suicidas. Y qué si de no ser por los grises no existieran los poetas.
Y qué si una de tantas de las figuras que conforman una multitud gritara de
pronto porque tampoco quiere grises, sino colores. Puestos a pedir, podemos
pedir colores inexistentes, volátiles, de los que aún no se han inventado
todavía.
Podemos pedir prestada la luna si
nos es preciso. Podemos gritar hasta destrozarnos las frases y que los verbos
se descolgajen sueltos, fuera de su hilo de significado, como las piezas
perdidas de un puzle que buscan desesperadamente a sus hermanos. Podemos gritar
y gritar y seguir gritando hasta que el alma nos estalle en burbujas de
irracionalidad y la vida se convierta en un atisbo de significado. No digo que
la vida sea fácil. Nunca lo he dicho.
Precisamente por eso merece la
pena vivirla.
(Y sí, reconozco que hay cosas que
echo de menos, aunque soy lo suficientemente cobarde como para ocultarlo bajo
una capa de indiferencia y rostro inexpresivo hasta que desaparezca. Podría haber
hecho cosas de las que ahora me arrepentiría y es por eso que pido, que suplico que no me dejes. No dejes que me
ahogue en esta cobardía, plagada de sombras y de miedos y de pasados
incompletos para presentes inciertos. Ni siquiera sé si esta que escribe soy
yo, o es toda la valentía de la que soy capaz saliendo a la luz. Tampoco sé
cuál de las dos opciones es más patética. Ser cobarde nunca ha sido una
elección; siempre ha sido un hecho. A veces me gusta engañarme a mí misma y
pensar que no es así, aunque puede que cuando me engañe en realidad es en este
preciso momento. Quizás no quiero saberlo.
Probablemente sea mi decisión más
cobarde.)
Habrá más. Prometido. Dije que no abandonaría el blog.
(Pero tendréis que esperar hasta la próxima.)
Si has llegado hasta aquí,
probablemente has comprendido
que lo mío ya es de psiquiátrico.
No sé. Me lo figuro.
(Y si has llegado hasta aquí, por favor,
no me dejes ahogarme en la cobardía)
13-09-14.
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