Aparezco por aquí de vez en cuando y probablemente os asuste. La continuidad, la regularidad y la homogeneidad hacen gala de su ausencia por aquí y yo tampoco las invito a que vengan porque no suelen caerme bien. O yo a ellas. Anyway.

jueves, 31 de diciembre de 2015

La chica volátil (esta vez, al completo)

Hoy os traigo una entrada especialmente larga, una entrada un poco distinta y hecha con muchísimo cariño.
En noviembre os hablé del premio que gané a nivel provincial, de la ilusión que me había dado, de todo lo que había supuesto para mí. Hay más. Os pregunté que si querríais leerlo. Hay quien me dijo que sí, bien de una manera u otra, así que aquí está. Con mucho amor y algo de nerviosismo, aunque sea a través de la red, os presento La chica volátil, un relato con el que disfruté muchísimo escribiéndolo y que espero os guste tanto como a mí crearlo.

PD: a pesar de que yo, como autora, decida voluntariamente publicar este relato en internet, eso no autoriza a ninguna tercera persona a difundirlo fuera de este blog, copiarlo o parafrasearlo. Obviamente sí podéis difundir el enlace a esta entrada y a mi blog, lo cual agradezco profundamente. Gracias.


La chica volátil




  La chica volátil vivía en un piso abandonado en mitad de una gran ciudad; una ciudad plagada de transeúntes que iban a todos sitios y a ninguna parte. A menudo se apoyaba en el alféizar de su ventana, medio cuerpo dentro y medio fuera, y se dedicaba a ver a la gente pasar en grandes oleadas. Solía preguntarse a dónde iban, por qué con tanta urgencia, por qué, por qué, siempre por qué. No lograba entender qué les empujaba a correr cuesta abajo cartera en mano a punto de perder el autobús, y es que nunca había sido capaz de tener prisa. Era algo habitual en una urbe plagada de estrés, los nervios del tráfico y la gran indignación ante los atascos imprevistos. Ella, incapaz de comprenderlo, sólo observaba. Por pura curiosidad, una vez caminó hacia la esquina más alejada de su avenida para hacer el recorrido inverso a su portal fingiendo apremio, mirando a todos lados, con una mochila de fondo descosido echada al hombro y el pelo alborotado. Pero le era imposible sentirlo, ese cosquilleo nervioso en las plantas de los pies y en las palmas de las manos y los nervios a flor de piel que parecía sufrir todo aquel que apuraba para llegar a tiempo a la parada de autobús. Ella lo llamaba el síndrome de metrópolis crónica, un trastorno nervioso que empujaba a cualquiera a dejarse llevar por la prisa y correr, correr, siempre correr. Sostenía firmemente que era una enfermedad contagiosa que se trasmitía a base de recorrer las calles plagadas de peatones y transportes una y otra y otra vez. O lo hubiera sostenido, claro, si hubiera habido alguien con quien debatirlo. La chica volátil estaba sola, y así había estado toda su vida. Ni siquiera tenía la necesidad de plantearse el por qué. Simplemente era ¿acaso hay algo más complicado que ser?

  A pesar de lo que pudiera parecer, no es que fuera una indigente. Simplemente le gustaba su pequeño piso abandonado, un edificio cochambroso y con la fachada de cal cayéndose a pedazos y con el papel de las paredes a medio despegar. La decadencia también era un arte en su justa medida, pensaba, quizá el más complejo de todos, pues el límite entre moribundo y fallecido es algo no tan fácil de discernir si hablamos de un edificio de cincuenta años de vida que aún resiste el embiste del tiempo asentado en una de las vías más importantes de la ciudad. Y, para qué mentir, la verdad es que no le interesaba estar en ninguna otra parte.

  Además de aquel curioso hábito, había poco que pudiera verse a simple vista de ella. Trabajaba en una cafetería a dos calles de su portal, un local ni pequeño ni grande que siempre servía el café un poco más caliente de la cuenta. Todas las mañanas se vestía, se peinaba, cogía su vieja mochila raída y llegaba al trabajo dos minutos más tarde de la hora prevista. Ni cinco minutos antes ni diez después, siempre dos minutos después del plazo. Un detalle nimio en el que ni siquiera reparaban, porque ¿quién iba a contar dos minutos, ciento veinte segundos escasos, teniendo cosas mucho más importantes que hacer? Era otra de las cosas que le fascinaban, la capacidad de aislamiento del tiempo de la gente mientras el estrés continuaba implícito en su organismo. Su vida podría parecer monótona o aburrida, pero le gustaba dedicar su tiempo libre simplemente a pensar, reflexionar, leer y seguir elucubrando sobre temas y temas. Su cuestión favorita, precisamente, era el tiempo. Podía pasar horas y horas en silencio, sentada de piernas cruzadas en el suelo, sin parar de pensar, por el puro placer de la reflexión. Por eso tampoco le gustaba tomar decisiones a la ligera ni precipitarse en cualquier asunto sin dedicarle el tiempo merecido. Aquella capacidad de abstracción y pensamiento era de lo que más orgullosa se sentía de sí misma, quizá con un poco de lástima, pues sentía que nadie llegaría a comprenderla nunca ya que, al fin y al cabo, todos estaban demasiado ocupados haciendo cosas con prisa para poder tener tiempo para hacer esas otras cosas que tenían pendientes de acabar. Y así siempre.

  Y, a pesar de la apacible tranquilidad que parecía inundar su vida, la chica volátil tenía un secreto. Era incapaz de poseer nada, pues todo aquello que era suyo acababa roto o perdido. Ni siquiera era algo de lo que se hubiera dado cuenta en algún momento de su vida; lo tenía tan asumido como el resto de su existencia. (O quizá, sí se hbaía dado cuenta en algún momento de su vida, pero ¿quién sabe? Nunca había sido capaz de entender el tiempo). Y, a la vez, lo sentía como una especie de crimen inconfesable que nadie debería saber.

  Pero ni siquiera ella sabía que los debería no están hechos para ser cumplidos.



  Un día lluvioso de octubre entró en el café un chico despeinado. Llevaba las botas llenas de barro, un lunar en la mejilla izquierda y una mochila azul colgada del hombro. Se sentó en una mesa al lado de la ventana y la llamó.

  Ella, detrás de la barra, ni siquiera se percató de ello hasta que volvió a repetir su llamada. Fue entonces cuando levantó la cabeza, extrañada de que nadie respondiera a las demandas del cliente, y se encontró con los ojos del chico clavados firmemente en ella.

-Un café solo con hielo, por favor.

  Ella asintió rápidamente con la cabeza, sorprendida, y desapareció en la cocina en busca del café. Que pudiera recordar, ningún cliente jamás había hecho un pedido sin antes preguntar ella primero. Y es que la chica volátil era tan efímera como su nombre, y nadie reparaba en ella si no se hacía de notar primero. Aquello la sumió en una confusión repentina, pues estaba acostumbrada a que nadie notara su presencia y ser poco más que una sombra camuflada entre todo lo demás. Sosteniendo la bandeja en una mano y la curiosidad en otra, salió a servir al chico, que había sacado de su mochila un cuaderno y bolígrafo y murmuró un ‘’gracias’’ distraído mientras comenzaba a escribir en su libreta.

  A lo largo de la tarde fueron llegando más y más clientes. La lluvia no es algo que a la sociedad le guste sufrir en sus propias carnes; prefiere la tranquilidad de un techo y un café caliente antes que pasear por las calles inundadas de paraguas. Mucha gente entró y salió del café aquel día, muchísima gente, más de la que la chica volátil había visto en mucho tiempo. Todos con más o menos prisa, todos acababan abandonando su mesa y una taza de café vacía.

  Aquel chico no.

  Tras limpiar tres mesas seguidas, minutos después de que comenzara a amainar, ella se dio cuenta de que aún no había abandonado su mesa. Miró el reloj. Faltaba media hora para el cierre. Sintiéndose en la obligación de informarle, se acercó a la mesa y carraspeó un poco para atraer su atención.

-Perdone, señor, cerramos en veinte minutos. No quiero molestarle ni nada por el estilo, pero puedo retirarle la mesa si quiere.

  El chico la miró extrañado, saliendo del deje de abstracción en el que se hallaba sumido. Miró a su alrededor, comprobando que, efectivamente, era el único cliente que quedaba en el local.

-Sí, claro, por supuesto. ¿Te importa si te ayudo a recoger? Hay cosas aquí que quiero tirar.- Y, sin darle opción a contestar, se levantó y comenzó a amontonar las hojas que había arrancado del su libreta, llenas de tachones y líneas sueltas. Ella, demasiado sorprendida como para llevarle la contraria, se limitó a recoger los restos del café que aún quedaban allí. En cinco minutos estaban en la calle. Mientras ella echaba el cerrojo, el chico la observaba y, al final, decidió acercarse a ella.

-Oye, lo siento por quedarme. No me he dado cuenta de que era tan tarde, ¿sabes? Suele pasarme.- Se excusó, avergonzado, mientras se colgaba la mochila de nuevo al hombro.

-No pasa nada.- Dijo ella, ajustándose las correas de la mochila. No sabía muy bien qué debía decir en aquellos instantes; nunca o casi nunca hablaba en el trabajo y menos fuera de él.

-Muchas gracias, eh… -Dejó la frase en el aire, a expensas de que ella la finalizara por él.

No obstante, aquello era imposible, y es que la chica volátil ni siquiera tenía nombre, porque hacía años que lo había perdido. Sin poder evitarlo, el rubor le subió a las mejillas mientras intentaba responder a aquella pregunta no formulada.

Al ver que no contestaba, el chico se encogió de hombros.

-Yo me llamo Raúl. Encantado.- Le tendió la mano y ella se la estrechó, aún pensando en como responderle, pero no fue necesario- Quizá no quieras decirme tu nombre, pero estoy seguro de que podemos adivinarlo. A ver, déjame pensar- Dijo él, examinando su rostro en busca de alguna pista.- Ya lo tengo. Te llamas Luz, ¿a que sí?

-Yo… - Murmuró ella, sin saber cómo salir de aquel atolladero.

-No, no tienes ni que decírmelo. ¿Sabes? Se te nota en los ojos. Están llenos de luz, estoy seguro de que te llamas así. ¿Es cierto?

Al oír aquellas palabras, ella alzó la cabeza, sorprendida. Probablemente Raúl era la primera persona que le miraba a los ojos en muchos años. Sonrió, sin saber muy bien por qué.

-Sí, me llamo Luz.- Afirmó, con una sonrisa en los labios.



  No fue la última vez que le vio. Raúl tomó como hábito tomar café a las cuatro de la tarde y pasar justo delante de la cafetería cuando estaba cerrando para invitarla a dar un paseo y aparecer a media tarde con una sonrisa en la cara sólo para ella. Y Luz, que había adoptado ese nombre como una segunda piel, agradecía en lo más profundo la lluvia que le había invitado a entrar en el café una tarde de octubre. Y un día ocurrió lo inevitable. Se estaban riendo, llovía, y uno de los dos se acercó demasiado porque no tenía paraguas. Ni siquiera se dieron cuenta. Para cuando quisieron verlo, ya se estaban besando. Y, como solía hacer Luz con el resto de cosas que acontecían en su vida, se limitaron a disfrutar de aquello que había acabado por suceder, algo que, después de todo, ambos sabían que acabaría sucediendo.

  Una tarde de diciembre, sentados en una estación de autobús, hacía demasiado frío. Luz se acercó a él, riendo, después de disculparse por haberle robado la chaqueta. Él sonrió.

-Aún sigues siendo una idiota. ¿Todavía no entiendes que todo lo mío ya es tuyo? Ya tienes mi corazón, qué más te da quedarte con mi chaqueta.

  Fue su sentencia de muerte. Ella se levantó de la estación como un resorte, se tapó la cara con las manos y comenzó a llorar. Huyendo a toda prisa, se alejó, de la estación y de él, de la única persona en el mundo que había sido capaz de devolverle el nombre.

  Aún vaga por las calles intentando encontrarla. Ella, sola, se arrepiente en el alma de ser como es. Y, a pesar de todo, no sabe que sí, todo lo que es suyo acaba roto; ella le está rompiendo.

Gracias a todos aquellos que, de una manera u otra,
se interesaron e interesan por La chica volátil
o por cualquiera de mis escritos.
No sabéis cuánto os lo agradezco.
31/12/15.

1 comentario :

  1. La verdad quiero decirte que me encanto el escrito y agradezco que lo hayas compartido en tu blog...

    Que decir, lograste un personaje excelente, porque en verdad me siento identificado con muchas actitudes y sentimientos de la chica volátil.
    La verdad esta cargado de sentimientos y humanidad, tranquilamente creería que es una historia real volcada en un texto, te felicito realmente por el trabajo que le pusiste y el premio esta mas que merecido.

    Una vez mas, gracias por compartirlo, este relato escalo directamente a mi lista de favoritos.


    Un saludo enorme =)

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