Aparezco por aquí de vez en cuando y probablemente os asuste. La continuidad, la regularidad y la homogeneidad hacen gala de su ausencia por aquí y yo tampoco las invito a que vengan porque no suelen caerme bien. O yo a ellas. Anyway.

jueves, 22 de febrero de 2018

Monocroma (o de cómo a la tercera va la vencida)

El pasado noviembre me presenté, por tercera vez en la vida, a los premios Géminis de Narrativa, y por tercera vez, tarde y cargada de dramatismo y de historias tristes que necesitaban ser contadas. Para mi sorpresa, tuve el honor de recoger no el tercero, ni el segundo, sino el primer premio del concurso dentro de mi categoría. No puedo describir con palabras lo feliz que me sentí en aquel momento, así que, para compensar (y como ya es costumbre) aquí os dejo el texto completo, sin trampa ni cartón. Espero que os guste Monocroma tanto como lo sufrí yo.

MONOCROMA


La vida para Jerónimo estaba teñida de gris. Del gris de la monotonía, del cielo plomizo de invierno, del filo del cuchillo del pan, del polvo que se acumulaba en las esquinas de su casa pese a barrerlo concienzudamente los viernes. Del gris de los cráteres de la luna, de la luz de los años 40 en los que nació.
A pesar de ello, aunque pueda parecer absurdo, le gustaba. Era un color tan impreciso, simple y  complicado a la vez, que le parecía que todas las cosas podían definirse en escalas monocromas de gris. El resto de tonalidades le parecían absurdas, chillonas, vibrantes como una cuerda de guitarra a punto de estallar al afinarla. Soportaba el azul, pero odiaba el rojo y detestaba el amarillo con todas sus fuerzas. Jugando con sus hermanos, trocaba sus lápices de colores por otros blancos y negros, gris grafito en la mejor de las ocasiones, y los guardaba en los bolsillos de las chaquetas, entre las páginas de sus escasos libros, debajo de la cama y detrás de su jersey favorito. Escondía escalas de grises pintadas a lápiz entre las suelas de sus zapatos y nunca, nunca, salía de casa sin un poco de grafito entre los dedos.
En el pueblo le llamaban Cero en vez de Jero porque él y el lápiz eran inseparables, de ahí lápiz y cero. Lapicero. Nunca se quejó; el nombre le gustaba. Era bastante callado, de todos modos. Se bastaba a sí mismo para ser feliz. O al menos, eso creía, hasta que conoció al primer amor de su vida.
Fue el primero porque nunca antes había sentido un gris tan marengo tan intenso como cuando tomó por primera vez en sus manos aquella fotografía, desgastada por los bordes y doblada en una esquina. Desde ella, una muchacha de pelo rizado y edad indefinida miraba fijamente a cámara desde una silla de madera. No sonreía, ni fruncía el ceño, ni siquiera parecía capaz de mover el rostro. Era una pura tonalidad de gris.
Años después ni siquiera recordaría de dónde robó la foto; quizá su memoria decidió borrar aquel día para no poder devolverla jamás. En cualquier caso, pasó sus primeros años de adolescencia idolatrando aquella imagen y a la muchacha que venía con ella. Le fascinaba profundamente el hecho de que una cámara de fotos, algo a simple vista tan deforme y anodino – así se lo parecía – pudiera capturar el mundo de la forma en que él lo veía. Nada le parecía tan bello como a través de la lente de la cámara (o, mejor dicho, a través del revelado); por eso gastó sus primeros ahorros de toda la vida en una destartalada cámara de fotos de segunda mano – el dueño debió cansarse de ella, después de todo – que tenía ligeramente picado el esmalte de la parte superior y se trababa de vez en cuando en los momentos más inoportunos. Jero la quería como a un hijo; era un apéndice más de su cuerpo.
A través de ella vio por primera vez al segundo amor de su vida. La feria había llegado al pueblo y, con ella, innumerables puestos de artesanías, espectáculos circenses, vendedores de cachivaches inútiles y oportunidades perfectas de usar la cámara de fotos. Jero llevaba meses esperándola y había hecho acopio de negativos para la ocasión. Pero, al recorrer las calles engalanadas de carretas y puestos de caramelos, encontró algo mucho más fascinante que inmortalizar.
Aún no lo sabía, pero se llamaba Lola. Llevaba unos pendientes enormes y se gastaba un aire de gitana de guiñol, vestida con un traje de lunares y unos zapatos de tacón demasiado grandes para su número de pie, y tenía el pelo gris como las nubes de tormenta. Accedió, entre risas, a que Jero le hiciera una foto posando con aquel disfraz. Aquella fue la primera foto que Jero le hizo a Lola; de la que más orgulloso se sentiría durante toda su vida y la que menos cuidado puso en hacer. Lola sonreía a cámara enseñando los dientes y levantando un abanico de lunares.
Años después, ocupó un lugar privilegiado en las estanterías de su salón. Aquella niña que se hacía la mayor vestida de flamenca vio a Jerónimo cambiar de cámara por primera vez,  los primeros pasos de su hija, las innumerables cenas de navidad y el primer olvido de Lola.
Todo pasó muy rápido. Para Jero, fue como una sucesión demasiado rápida de los negativos de una película demasiado triste para ser emitida en un cine cualquiera. De repente Lola ya no recordaba dónde se guardaban los cubiertos, ni cuándo habían comprado los cuadros, ni cómo se escribía el nombre de su hija. El Alzheimer barrió su memoria por completo como si de un huracán se tratase, dejando apenas los cimientos de una vida que con tanto mimo Jero se había prometido retratar.
Sólo había una cosa que la hacía recordar. Las fotografías. Cuando Jero se percató de aquello, emprendió su propia cruzada contra la enfermedad que le estaba robando a Lola. Pasaba tardes enteras con ella, rememorando viajes, historias, momentos, ilusiones, para comenzar de cero al día siguiente sin que Lola supiera apenas dónde estaba. Pero recordaba, sí, aunque sólo fueran algunas cosas. Y, al darse cuenta de que era la única manera de que ella recordase, él comenzó a obsesionarse con capturarlo todo. Tomaba fotografías de cualquier cosa, de todo lo que se le ocurriera, y después acudía corriendo a casa para intentar recuperar a su mujer. Sus mañanas se convirtieron en sesiones interminables que por la tarde se convertían, aunque por un breve y falso tiempo, en los recuerdos de Lola.
Aquel día llegó a casa pasado la hora de comer; no le importaba, porque había estado retratando de nuevo la feria que a pesar de haber cambiado tanto desde el año en que la conoció, aún le traía recuerdos incomparables. Había conseguido una foto de una niña vestida de flamenca, igual que ella en su día, aunque mucho menos guapa. Pero, al entrar en el recibidor, quien le recibió fue su hija, no Lola.
- Papá, has vuelto a escaparte otra vez a hacer esas fotos. Ya tienes demasiadas.
- Sí, pero…
- Sí, ahora se las enseñas a mamá. Ven.
Y con la tristeza incomparable de quien ha perdido a sus dos padres por igual, guió a Jero por los pasillos de una casa que a él ya le era prácticamente desconocida y en la que Lola ya no vivía. Le sentó en su antiguo sillón, se sentó con él y esperó.
Esperó a que olvidase de nuevo.


Este texto tiene una especial importancia para mí.
Eso quiere decir que compartirlo me cuesta,
pero creo que es importante hacerlo.
Así que gracias si has llegado hasta aquí.


1 comentario :

Aquí es donde tú pones lo que piensas, en teoría. (Y eso me haría feliz.)