Aparezco por aquí de vez en cuando y probablemente os asuste. La continuidad, la regularidad y la homogeneidad hacen gala de su ausencia por aquí y yo tampoco las invito a que vengan porque no suelen caerme bien. O yo a ellas. Anyway.

domingo, 26 de marzo de 2017

Intitulado - (algo un poco fuera de lo normal)

Hace unos días - y semanas - me encargaron en la asignatura de filosofía la redacción de un ensayo de tema libre. Me encanta escribir diferente y probar nuevos formatos pero, como ya se sabe, soy demasiado indecisa como para decidirme por un tema en concreto, así que... digamos que abarqué un poco todo. Mejor que juzguéis por vosotros mismos.

INTITULADO

Es curioso cómo si nos preguntan qué somos, somos capaces de dar un millón de respuestas. Alto, bajo, listo, raro, profesor, extrovertido, oficinista, quinceañero, moreno, alegre, culto. No obstante, si nos preguntan quién somos, sólo diremos nuestro nombre como una respuesta sencilla y obvia, retórica si proviene de alguien que ya nos conoce. Pero cuando se nos pide una respuesta diferente a un nombre – nombre que, al fin y al cabo, tampoco es exclusivo – resulta inconcebible dar una respuesta clara.


Que el ser humano se rige por etiquetas es algo evidente al contemplar la historia. Son las etiquetas, las definiciones, las que han llevado a la humanidad por unos caminos u otros. Las guerras se inician porque nuestro adversario es diferente a nosotros y por tanto, una amenaza. Las discriminaciones se llevan a cabo porque alguien posee alguna suerte de característica diferente a los demás – quizá el tono de piel, quizá sus gustos o su religión, y así con un largo etcétera.


Con todo ello no quiero decir que las etiquetas constituyan algo negativo. Todo lo contrario; el ser humano tiende al orden – y por tanto, a la ordenación – porque es parte de su naturaleza. Es inherente a sus costumbres y a su modo de vivir. La sociedad, por otro lado, no es más que una aplicación de estas etiquetas al concepto de organización social.


Y es que algo que no está definido es algo que produce pavor. ¿Qué produce más miedo, un monstruo del que conocemos aspecto, debilidades y fortalezas, o una sombra oscura e indefinida que acecha detrás de la puerta y que, además de ser desconocida, no eres capaz de clasificar? Cuanto menos conocemos algo, más terrorífico nos resulta, pues es algo que, además de sernos ajeno, no comprendemos. Cuando lo desconocido se insinúa, nuestra razón tiembla. Los mayores miedos del ser humano han sido inclasificables y es por ello que, como remedio, en muchas ocasiones se recurría a la religión. Por ejemplo, si resultaba inexplicable que de pronto una tormenta arrasara los cultivos en la época más fértil del año, la explicación era la furia divina y el castigo por un acto impío. Es decir, se buscaba la racionalidad de lo desconocido mediante pseudociencias, mitos y teorías de carácter especulativo.


No obstante ahora, en pleno siglo XXI y sobre todo en la sociedad occidental, parece que existan pocas cosas que no tengan aún asignadas etiquetas o ‘’hagstags’’. La globalización, que nos invade como una plaga y lo coloniza todo, afecta a cada rincón, a cada elemento, hasta clasificarlo y ordenarlo con el criterio correspondiente. Resulta prácticamente imposible huir de estas etiquetas y acepciones que, por otro lado, en ocasiones enfrentan a aquellos que no las comparten. Sin ir más lejos, el famoso autobús transfóbico de la organización Hazte oír asignaba unas etiquetas determinadas a los géneros (a mi juicio, erróneas) y es esa la causa de todo el revuelo que se ha formado a su alrededor.


Incluso el propio lenguaje, aquello que humaniza a la raza humana, lo que marca el comienzo de toda nuestra historia, es una comunicación basada en etiquetas y conceptos. Como decía el nominalista John Stuart Mill, "no hay nada general, excepto nombres". Y, no obstante, esta enfermiza obsesión clasificadora se asemeja a una suerte de neorealismo filosófico que se empeña en asignar universales a todo lo existente. Quizá nos encontremos ante una versión moderna del problema de los universales.


Es por ello que, hoy más que nunca, encontrar un elemento carente de etiquetas nos resulta aterrador. Algo inclasificable nos reconcome por dentro y nos desespera inusitadamente. Pero yo me pregunto, ¿tan perjudicial es no clasificar una cosa?


En mi opinión, el verdadero problema no reside en la clasificación, sino en que la línea que separaba clasificación de conocimiento se ha diluido fundiendo ambos significados. Conocer una cosa no implica la asignación necesaria de etiquetas; el conocimiento no se basa sólo en características. Clasificar es una herramienta, no el método; nos ayuda, hace posible la comunicación de dicha sabiduría adquirida, pero el conocimiento es algo que está más allá de las fronteras y las definiciones, algo que resulta fácil de olvidar.


Quizá deberíamos aprender a abandonar nuestra zona de confort, claramente delimitada y clasificada, para abrirnos a las posiblidades que existen fuera de ese orden. Porque no podemos perder de vista que el orden, después de todo, se basa en criterios, y esos criterios nunca van a ser universales ni exactos, pues dependen de cada persona y de cómo se apliquen a la realidad. Asimismo, que una mayoría coincida en una etiqueta tampoco la valida. Por tanto, aunque es un método que sirve a su propósito principal, nunca deberíamos basar nuestra razón solamente en ello. Tampoco podemos olvidar que, pese a lo fácil que resulta olvidarse de ello, el orden no es más que un patrón mental, una ilusión de la mente humana que le hace más sencillo entender y adaptarse al mundo. Pero esta clasificación, esta ordenación de la realidad, no es algo que podamos clasificar de real. Perderlo de vista – como ya estamos haciendo – no puede resultar más que en una crisis intelectual y racional.

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